Columna de Opinión
En marzo de 1988 visitamos la Unión Soviética. Estaba plenamente lanzada la idea de la «perestroika» y el mundo entero miraba con expectativa este cambio que sacudía el mundo comunista. Un adelanto de esos cambios ya los habíamos tenido con la visita a Uruguay del canciller soviético Eduard Shevardnadze, una figura abierta y atractiva, que había mostrado ese nuevo rostro del comunismo. Hasta conversó en la calle con una delegación de la colectividad judía que hacía una protesta en la puerta de la Embajada y a la que invitó a visitar la Unión Soviética, como efectivamente ocurrió con una delegación del Comité Central Israelita.
El Presidente de la URSS era Andréi Gromiko, una figura legendaria del mundo soviético: Embajador en los EE.UU. y en Naciones Unidas en los tiempos de la guerra y la post guerra, durante ocho años, fue el gran nexo entre las dos potencias. Luego, 28 años canciller y, más tarde, Presidente. Hablaba de la perestroika con mucha distancia, hasta con cierta ironía. Quedaba claro que no era un entusiasta. Gorbachov, en cambio, no ocultaba su decisión y esperanza en esa política. Tuvimos una larga charla, de dos horas, en uno de los enormes salones clásicos del Kremlin, felizmente no tocados por el espantoso mal gusto de la liturgia soviética. Estaba convencido de que la Unión Soviética no podía seguir con el estancamiento económico que vivía y que se hacía imprescindible un proceso de reconstrucción (perestroika), tanto como el inicio de una política de transparencia política (glasnot).
Consideraba que la dirigencia había asumido ya la necesidad del cambio, pero que sería difícil transformar la mentalidad para una sociedad de iniciativa. No estaba errado, pero él mismo vivía sin embargo una ambigüedad que hasta hoy se le reprocha: su idea no era sustituir el comunismo sino humanizarlo, flexibilizarlo, tanto en lo económico, reconociendo el capital privado, como en lo político, superando el hermetismo totalitario que venía de los tiempos de Stalin. Hasta el final trató de salvar al viejo Partido Comunista.
En aquellos años era un estrella mundial, porque estaba poniendo punto final a la Guerra Fría, intentando reducir el gasto militar y generar espacios de libertad, al habilitar otros partidos y expresiones más allá del comunismo. Poco después acompañaría la reunificación alemana y hasta visitaría al Papa Juan Pablo II, factor fundamental del viento aperturista que sopló desde Polonia con su apoyo a Walesa. También terminaría con la larga guerra de Afganistán, de la que nos habló en aquella conversación mencionada, diciendo que no podía terminar como EE.UU. en Vietnam.
No logró que la economía se reanimara. Y eso le resultó fatal. Sucumbió al impulso opositor de Boris Yeltsin, que lo sustituyó en medio de una pueblada transformada en golpe de Estado. En diciembre de 1991 se declararon independientes Ucrania y Bielorusia y eso marcó el final de la Unión Soviética. También fue el ocaso de la estrella del gran reformador, que terminó su mandato envuelto en protestas y perdiendo el control de los acontecimientos, precipitados de un modo inesperado, no siempre entendido incluso. Intentó más tarde retornar a la vida política como candidato, pero fracasó rotundamente.
Como se advierte, es una figura histórica que al tiempo que fracasaba, dejaba un legado enorme. Porque no solo se disolvió la Unión Soviética (cuya unidad intenta ahora pretende reconstruir Putin) sino que se derrumbó toda la zona de su influencia política. La URSS había aplastado todos los intentos de liberación en la Europa del Este, como los muy recordados de Hungría, Polonia y Checoslovaquia. Su liderazgo había sido realmente imperial, porque la independencia de esos países era claramente nominal. La sustitución de la URSS por la vieja Rusia fue una revolución política y geopolítica, con una repercusión también fundamental en Occidente: el ocaso de los partidos comunistas. La muerte «de una ilusión», como lo definió François Furet, en su notable libro sobre la historia de la idea marxista-leninista.
Para la mayoría de los rusos, Gorbachov ha quedado en la memoria como el símbolo de esa disolución nacional. Un sentimiento nacionalista ruso le sigue condenando históricamente. Putin es ahora la resurrección de ese patriotismo, asociado a un retorno al autoritarismo, que incluye hasta a la Iglesia Ortodoxa. La economía colectivista no retornará, la hegemonía del comunismo de partido único tampoco, pero esta Rusia está bien lejos de lo que soñaban tanto Gorbachov como los que luego pretendieron construir una democracia al modo occidental.
En otra visita histórica, Den Xiao Ping, el reformador chino, nos había pronosticado el final de Gorbachov, porque consideraba imposible realizar, a la vez, la reforma política y la económica, estimando que aquella comía a la segunda y luego se devoraba a ella misma. Fue lo que ocurrió. Extraña dualidad, entonces, la de tanto fracaso personal y tanta influencia mundial. Un destino paradójico. De algún modo le pasó como a los revolucionarios franceses de 1789, que derrumbaron el absolutismo monárquico pero no lograron que su republicanismo cuajara en una verdadera República.
Con el correr de los años, la historia marcará, sin embargo, su enorme influencia. Como también recogerá la bonhomía y honestidad de un hombre que intentó mirar hacia un mundo mejor. Que él no pudo construir pero al que, sin embargo, hizo inevitable.