Columna de Opinión
Por Julio María Sanguinetti – Sec. Gral. Partido Colorado
La democracia tiene formas y formalidades. Aquellas son las garantías de los derechos constitucionales, aseguradas por la separación de los poderes. Las formalidades son los procedimientos que regulan su funcionamiento.
De esas formas vituperaron por años los socialistas, despreciándolas por vacías. ¿De qué valen los derechos abstractos, formales, si hay pobreza, decían? Cuando vinieron las dictaduras, no toda aunque sí la mayoría de la izquierda latinoamericana, aprendió con dolor el valor de esas libertades “formales”. Que no aseguran un buen gobierno (ello depende del voto ciudadano) pero sí el ejercicio de las libertades fundamentales y el supremo valor de las elecciones libres que permiten la rotación del poder.
De las formalidades, a su vez, suelen vituperar tanto la izquierda (que las juzga remedo aristocrático) como la extrema derecha, que en nombre de la eficacia vive renegando de ellas. Por eso es que Trump ni siquiera fue a la toma de posesión de Obama, como antes la Dra. Kirchner se negó a entregar la banda presidencial al ingeniero Macri. Ese irrespeto lo volvimos a vivir este 1º de enero en Brasilia. Bolsonaro nunca reconoció la derrota, se fue a los EE.UU. y no dijo una palabra para desactivar a los grupos de sus partidarios que a la puerta del comando del Ejército se aglomeraban, sin rubores, para reclamar un golpe de Estado militar.
Cuando un presidente asume una actitud así, estimula el fanatismo de sus partidarios y a partir de allí habilita todo. Despreciar los imprescindibles símbolos del traspaso del poder, es ponerse en el camino de otros atropellos. Así pasó con Trump y el inverosímil asalto al Congreso en aquel extraño 6 de enero. Ahora fue el 8 en Brasilia y el espectáculo fue tan grotesco como el otro, pero en este caso con perspectivas de violencia que flotaban en el ambiente. La barbarie de esos atropellos, difundida por la televisión y las redes, a miles de millones personas, se expandió como una corriente eléctrica, que sacudió al mundo democrático.
La violencia nunca es inocua. Siempre produce efectos. Las más de las veces, sin embargo, son los contrarios a lo que procuraba.
Es lo que ha pasado en Brasil. Lula llegaba al poder con una mayoría exigua y minoría parlamentaria; tuvo que añadir 12 ministerios a su gabinete para armar el rompecabezas de su coalición pluripartidaria y en el horizonte se le asomaban difíciles desafíos financieros.
En una semana, los energúmenos golpistas que asaltaron los edificios emblemáticos del poder institucional, símbolos del sueño republicano de Juscelino Kubistschek y del paraíso racionalista del arquitecto Niemayer, dieron vuelta su agenda: Lula pasó a ser el campeón de la democracia, apoyado por el mundo entero, desde el gobierno de Biden hasta el socialista de España.
Detrás de ese torrencial repudio a los golpistas, asomó también la hipocresía de gobiernos como el argentino o el colombiano, que condenan el golpismo de derecha, pero defienden el golpe de Estado del incompetente presidente Castillo en Perú. Las dos cosas al mismo tiempo. No debiera sorprender, porque esa dualidad ha sido tradicional, pero cuesta asumir, a esta altura, esta grosera contradicción populista. Por lo menos, los viejos marxistas tenían la excusa (falsa pero de elocuencia retórica) de que sus golpes de Estado eran “revoluciones” en procura de un mundo mejor.
Ahora Lula tiene por delante un panorama más despejado. Goza de la buena voluntad universal, que llegará hasta a los organismos de crédito. Su desafío es asumir no solo el discurso democrático sino reconstruir la convivencia amenazada. Dejar de ser el presidente “de izquierda”, como dijo en algunas de sus intervenciones, para serlo de todo el Brasil.
El poderoso Bolsonaro del 1º de enero ahora es el acorralado. Su enorme votación, su fuerza parlamentaria y el hecho que los principales gobernadores fueran sus allegados, le atribuía una influencia gigantesca. Pero ante la revuelta, sus gobernadores amigos y sus legisladores tuvieron que acompañar a Lula sin remilgos y condenar el atentado cívico.
El problema es que Bolsonaro no es un líder conservador sino un agitador de derecha, cosa bien distinta. Por eso, como Trump, basándose en las redes, organizó una enorme multitud mediática a la que llegó con su mensaje rudo y claro. Hay que reconocerle que tuvo el acierto de darle el poder de la administración al ministro Guedes, que condujo la economía con racionalidad. Aun, todavía, podría transformarse en un líder civil, si se apoyara en Gobernadores amigos tan importantes como el de San Pablo o Minas Gerais y organizara esa gran fuerza, algo inorgánica que todavía acaudilla. De no hacerlo, entrará en un eclipse, como el que ya se le ha asomado en el horizonte a su colega Trump, desafiado hasta en su propio partido.
Como a veces ocurre, no hay mal que por bien no venga. Y de estas, bochornosas escenas de Brasilia hemos pasado a un fortalecimiento institucional incuestionable y a un espíritu democrático efervescente que contagia a la sociedad. Si Lula los administra bien, ejerce la autoridad sin abuso y preserva el diálogo político, tendrá salvada la mitad de su período. La otra dependerá de su capacidad de gobierno.
La gran moraleja es reconocer una vez más, el valor de las despreciadas formalidades. Sacarse la banda presidencial y entregarla es mucho más que una escenografía. Es la honra del que se va, el compromiso moral del que llega y, por encima de ellos, el resplandor republicano.