Columna de Opinión
Por Gabriel Gabbiani – Edil Departamental de Colonia – Partido Colorado
Recaudación de impuestos y reclutamiento militar.
Esas eran las dos grandes causas por las cuales se realizaban los censos en la antigüedad. Y esas fueron, seguramente, las razones por las cuales, hace alrededor de 2020 años, siendo Publio Sulpicio Quirino gobernador de Siria, el emperador Augusto decretó que se realizara un censo en todo el Imperio Romano que obligó a que cada ciudadano fuera a inscribirse a su ciudad de origen.
Un carpintero -albañil, constructor, artesano, según algunas fuentes- llamado José, que pertenecía a la familia del rey David, salió de Nazareth, ciudad de Galilea donde residía, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David, para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada. Mientras se encontraban en Belén, llegó el tiempo del alumbramiento, y María dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre -seguramente para que los animales lo mantuvieran caliente con su aliento- porque no había lugar para ellos en los albergues.
Ese, y no otro, es el origen de la Navidad: el nacimiento de un niño llamado Jesús, sin ninguna dudas si atendemos a las múltiples celebraciones cristianas, la que ha dejado su impronta más intensa en la cultura occidental.
dentro de cada uno, la importancia del amor de Dios y de la redención. Amor, verdad, libertad, fraternidad, misericordia y perdón son los pilares sobre los que se sostiene el mensaje del “tékton” (carpintero, constructor) de la pequeña aldea de Nazareth, ubicada en la provincia de Galilea, a 140 kilómetros de Jerusalén, la capital.
Muchos de quienes no son cristianos celebran en esta fecha, igualmente, el advenimiento de un personaje incomparable, un ser humano que llevó a través del tiempo y el espacio un maravilloso mensaje invitando a construir un mundo de solidaridad y justicia.
Otros, finalmente, ven por estas horas apenas una tradicional festividad que evoca costumbres de nuestros antepasados europeos, durante la cual se bebe, se come, se ríe y se aguarda con indisimulada impaciencia que, a la medianoche, y por la chimenea de la estufa, Papá Noel llegue a cada casa con su bolsa de regalos.
Pero, alejados incluso del esencial significado religioso que conlleva en sí mismo el misterio de la Navidad, todos coinciden en que se trata de una fecha especial, mágica, casi, que se vive en compañía y rodeado de las personas que amamos y enmarcan nuestra vida, y que se torna en una jornada de reflexión acerca de la manera en que, consciente o inconscientemente, hemos interpretado el mensaje de aquel ser extraordinario cuyo nacimiento fue un ejemplo de modestia y humildad.
Es un período en que el tiempo “ordinario” se detiene y nuestra alma se ve inundada de un profundo anhelo de paz y armonía. Nos permitimos, durante la celebración, dejar de lado la vergüenza y así, nuestro espíritu se ve impelido a abrazarnos con desconocidos, a desear ¡Feliz Navidad! a quienes comparten nuestra vida e incluso a quienes, en circunstancias habituales, nos serían indiferentes. Y de tal forma establecemos un vínculo, si acaso por única vez en el año, que nos acerca y se hace mucho más fuerte que cualquier discrepancia o desencuentro.
Es el momento en que, forzosamente, el corazón se salta un latido para obligarnos a examinar nuestra vida, nuestro entorno, nuestros valores, nuestras falencias y valorar, de una manera especial, a nuestros afectos, a nuestra familia y a nuestros amigos, los que nos rodean y los que ya no están.
Y entonces, aún a pesar de quienes procuran desvincular la festividad de su origen místico, indefectiblemente, incluso para éstos como una reverberación distante, vinculamos el mensaje de Navidad al anuncio que en Belén Efrata vio la luz hace más de dos milenios, cuya emotiva simpleza encierra el significado de todo, del Alfa y Omega, de quien encarna a la primera y a la última letra del alfabeto griego, el origen y el final mismo de todas las cosas que son, fueron y serán.
Aquel nacimiento es un ejemplo de sencillez y pureza respecto del cual deberíamos preguntarnos si en nuestra familia, en nuestra comunicad, en nuestro país, hemos logrado imitar.
¿Es en nuestros hogares, en nuestros trabajos, en nuestras sociedades, la verdad un valor? ¿Practicamos la solidaridad? ¿Respetamos las libertades más esenciales? ¿Garantizamos los derechos de nuestros semejantes? ¿Honramos la ley? ¿Respetamos el pensamiento y la opinión ajenos? ¿Perdonamos a quienes nos ofenden? ¿La Justicia se administra con autonomía y libertad? ¿Pueden el amor, la templanza y la comprensión más que el odio, el rencor y la venganza? A aquellos que se han jugado por nosotros, ¿les hemos respondido de la misma manera? ¿Hemos sido comprensivos, tolerantes y justos? ¿Hemos defraudado a quienes tenían fe y confianza en nosotros?
La respuesta, claro está, anida en cada corazón, pero cierto es que, al menos durante esta celebración, honramos los valores esenciales que asignan dignidad y sentido a la vida.
La sonrisa del niño del pesebre inunda los corazones insensibles dotándolos de la benevolencia que en otras épocas difícilmente tienen, los espíritus arrogantes se turban, las miradas altivas se tornan benignas, las lenguas injuriosas de moderan y los puños apretados se distienden.
Es Navidad.
Es tiempo de preparar nuestros corazones a una nueva vida.
Es tiempo de amor, de unión, de tolerancia.
Es tiempo de Paz, de conciliación y de entendimientos.
Es tiempo de transmitir Luz en las palabras.
Y es momento de desear que esa Luz, surgida desde el humilde establo de Belén, se esparza en el corazón de todos para permitirnos entender el gran misterio de la Navidad.